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Y no, no son solo palabras.

En estos días de grandes fatigas laborales y de pesadumbre general ( siendo ciertamente poco originales, podemos afirmar que no estamos viviendo lo que se diga un momento histórico particularmente fecundo) estoy sufriendo un poco el “clima” que se respira a mi alrededor.


Como profesora siento que el sistema escolar en el que he sido educada y, más tarde formada para ser profesora, está cambiando de manera rápida e irracional, sin que los cambios puedan relacionarse con un plan pedagógico basado en ideas, datos o hipótesis científicas sino que la escuela como Institución está tratando de adaptarse a la sociedad contemporánea de forma totalmente improvisada e instintual. Me parece que, si por un lado las familias ya no confían en el sistema, por el otro tratan de delegar todos los problemas de los jóvenes primores a la escuela misma:  los envían al cole envueltos en el plurbol de una ansiedad imperante (¿Real? ¿Ficticia? Quién sabe…) y de muchas expectativas que no les pertenecen. Estas y aquellas como una cortina de humo nos impide a nosotros y a ellos mismo entender qué saben y no saben hacer, qué desean, quiénes son y qué dirección quieren tomar en la vida, cómo aprenden y qué los motiva. Andamos todos confundidos en “Un barco sin naufragio, ni estrella” (cit.), sin saber si seguir el rumbo de siempre o dejarnos hundir en el silencioso desastre de una derrota, en una sociedad que ni invierte, ni considera importante aprender, o mejor hace de su ignorancia una bandera de veracidad “Yo hablo, luego existo”... aunque lo que digo no tenga ningún sentido o sea un simple desahogo de mis frustraciones, completamente vaciado de un sentido interpretable en el plano lógico . 





Y por eso ha ganado Trump. ¿El pasaje de la escuela pública en agonía a las elecciones en EEUU os parece bizarro? Por allí lo es, pero trato de explicarme mejor: con Trump gana la irracionalidad, el miedo, la ignorancia, el rencor hacia los intelectuales y los libros, la educación, la comprensión racional del mundo que está a nuestro alrededor. Con Trump ha ganado la bestia que llevamos dentro y la ola de odio, miedo, violencia no viene y no se alimenta solo en Estados Unidos, está cundiendo en toda Europa. La escuela es la última frontera de la resistencia: si la rabia, el odio y el irracionalismo penetran también dentro de la escuela (ya hay algunas brechas), a mi ver, una gran catástrofe se acerca. 


No quiero de todas formas que el pesimismo se apodere de mí (aunque el riesgo es alto), ya que como escribía Lorca “el más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta”. Entonces me agarro un momento a las cosas preciosas que tenemos los que trabajamos en la escuela: las palabras. Este año escolar se ha abierto con esta reflexión, primero porque mi colega, la profesora Claudia Pastorelli, decidió leer con los chicos este maravilloso texto que Gabriel García Márquez había escrito como prólogo al diccionario Clave (https://www.escribir.me/prologo-de-gabriel-garcia-marquez-clave-diccionario-espanol). Yo lo había leído hace un montón de tiempo y volver a hacerlo en el aula, en un momento tan difícil para la comunicación, me dio un placer casi físico. 





El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos”.


Lo echamos de menos el abuelo de Márquez, de verdad, el prototipo de hombre o mujer que representa: 


“Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto quiere decir -dijo mi abuelo– que los diccionarios tienen que sostener el mundo.” 


El diccionario que sostiene el mundo, es una imagen poderosa porque si abrimos un diccionario no hay palabras ambiguas, ya que cada una tiene su propia definición, que terminará de cumplirse en su contexto y ya cada uno se deberá tomar la responsabilidad de donde la puso y de cómo la usó. Los hablantes hacemos las palabras y mientras las creamos, las usamos, las multiplicamos con ellas crece nuestro pensamiento, nuestro estudio interior, la multiplicidad de la realidad y la imperfección del lenguaje que intenta (sin lograrlo) atraparlo todo, pero justo allí está la utopía: abarcar cualquier matiz del mundo, visible e invisible. 


Justo hace poco, además, empecé un curso sobre “Lexicografía en aula” con el profesor Hugo Lombardini de la Universidad de Bologna, que tratando de explicar la importancia de definir palabras en el aula dijo, entre otras afirmaciones alumbrantes, que “Hay que saber relatar con claridad y precisión para que la definición no sea ambigua, además es importante para reforzar un pensamiento lógico, crítico y autocrítico”. Es decir, añado yo, que observando, jugando, pronunciando las palabras podemos entrenar prácticamente todo lo que sirve para aprender, crecer, ahondar y aplicar lo aprendido a muchos campos. Esta es la batalla de la escuela, a mi ver, no ceder al incesante paso de la pérdida del lenguaje, a la privación de la comprensión textual, a la derrota del contexto.

Aquí va mi resistencia, para un mundo donde se añadan palabras y no se pierda ninguna. 


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ivana.falascina
ivana.falascina
14 Kas 2024

La palabra, el único superpoder que tenemos...gracias Jenny por animar a tus lectores a seguir "luchando";-)

Beğen
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